La doble amenaza del fuego para los indígenas aislados en Brasil, Bolivia y Paraguay
El cono sur del continente americano está en su periodo más seco, con el mayor riesgo de propagación de incendios intencionados de dimensiones dramáticas. Hay millares que afectan al Pantanal y a los biomas de la Amazonía, Cerrado y Gran Chaco. Algunos pueblos originarios los sufren especialmente
Rio de Janeiro 1 OCT 2020
“Alguien vino a quemar la casa de los aislados. El bosque es una casa que protege, que da vida, que da alimentos, da agua”, afirma Aquino Picanerai, indígena ayoreo y líder de la comunidad Campo Loro en el norte de Paraguay. Los ayoreo, que llevan años pleiteando con los gobiernos para que les reconozcan oficialmente sus tierras ancestrales, habitan en la región del Gran Chaco paraguayo y boliviano, y una parte de sus numerosos subgrupos permanecen hasta hoy en situación de aislamiento voluntario. En América Latina existen registros de 185 pueblos indígenas en tal situación (PIAs), 66 de ellos confirmados, según Land is Life. Esta organización alerta de la gran amenaza que suponen los incendios para la supervivencia de los PIAs, en el recién lanzado Informe Trinacional: Incendios y Deforestación en Territorios con Registros de Pueblos Indígenas aislados en Bolivia, Brasil y Paraguay.
La destrucción de los territorios donde viven puede abocarlos a una escasez de alimentos y otros recursos básicos, y a situaciones de contactos forzados con otras poblaciones o con los equipos anti incendios. Esto puede desencadenar, además, la transmisión de enfermedades para las que no tienen inmunidad desarrollada, entre ellas la covid-19. Y las partículas microscópicas suspensas en el humo pueden penetrar en los pulmones. “Esto provoca un proceso inflamatorio, un efecto sistémico, dolor de cabeza, dolor en el cuerpo, una infección respiratoria”, explica la epidemiologista Sandra Hacon, de la Fundación Oswaldo Cruz (Fiocruz) de Brasil, en una investigación recién publicada por el Instituto Socioambiental (ISA). El estudio demuestra que hubo ya un aumento de 25% de los ingresos hospitalarios de indígenas con problemas respiratorios en agosto de 2019 como consecuencia del elevado número de incendios en los municipios amazónicos brasileños. Estos agravantes de salud podrían ser fatales para los pueblos en aislamiento.
“Nuestros hermanos ayoreo en aislamiento voluntario no tienen un lugar fijo para vivir, ellos tienen que moverse en los bosques para poder sobrevivir. Si salen también van a acabar como nosotros que estamos sufriendo mucho”, afirma Picanerai, quien denuncia la ausencia de ayuda del gobierno paraguayo ante la escasez de agua, alimento y trabajo en que vive actualmente su comunidad por el largo periodo de sequía que comenzó en enero y al que se le sumaron la crisis provocada por la pandemia y los estragos ocasionados por los incendios de 2019. Según los ancianos ayoreo, esas áreas quemadas en el Chaco paraguayo tardarán entre 60 y 70 años en regenerarse y estiman que sus hermanos en situación de aislamiento podrían demorar décadas en volver a las inmediaciones de las tierras afectadas donde antes habitaban.
La expansión agropecuaria, el principal detonante
En 2019, Land is Life registró el mayor índice de incendios ilegales en las zonas con presencia de pueblos indígenas en aislamiento, un total de 36.034 focos. El balance de los fuegos descontrolados en la Amazonía, Cerrado, Chiquitanía y Gran Chaco de 2019 fue especialmente dramático entre agosto y septiembre, dos de los meses más secos en el cono sur latinoamericano. Este es el momento del año en el que se suele provocar el mayor número de fuegos intencionados para limpiar terrenos con fines agropecuarios, y muchos afectan criminalmente a tierras indígenas o áreas naturales protegidas donde suelen vivir los PIAs. Actualmente en Brasil hay más de 160.000 focos activos en 84 áreas protegidas; en Bolivia afectan a 41 áreas naturales reservadas, y en Paraguay a 12, según datos satélite del Instituto de Investigaciones Espaciales (INPE) a 30 de septiembre.
En lo que va de año, el total de focos de incendios en Brasil ha aumentado 11% en relación con el mismo periodo de 2019, en Paraguay 63% y en Bolivia se han reducido 40%, de acuerdo al INPE. Una de las regiones actualmente más amenazadas es el Pantanal de Brasil, considerado el mayor humedal del mundo y reconocido como Patrimonio Natural Mundial por la UNESCO, donde el fuego ha destruido el 23% de la extensión total del bioma durante dos meses de incendios continuados, de acuerdo con los datos del 27 de septiembre del Laboratorio de Aplicaciones de Satélites Ambientais (LASA) de la Universidad Federal de Río de Janeiro.
El área quemada corresponde a 3,4 millones de hectáreas, lo que equivale a más de la mitad de la extensión de un país como Suiza que tiene 4,1 millones. Este es el mayor récord registrado en este bioma húmedo, una situación extremadamente crítica para las poblaciones urbanas y rurales, así como para los habitantes indígenas y para los animales, lo que ha llevado a los gobiernos estatales de la región a decretar el estado de emergencia. En el Pantanal los incendios se han multiplicado en 201% en relación al año pasado y 13% en el bioma de la Amazonia.
Si bien existen prácticas agrícolas tradicionales de quemas de vegetación a pequeña escala, los incendios a mayor escala son resultado de acciones criminales para el acaparamiento de tierras tanto en la Amazonia como en el Cerrado brasileño, Pantanal y Gran Chaco. “El común denominador en el origen del incremento de los fuegos forestales es la acción humana, impulsada por situaciones tales como prácticas expansivas de los agronegocios y de las industrias extractivas. Esto, aunado a la falta de marcos regulatorios efectivos para la protección de los pueblos indígenas aislados, hace que la situación de estos sea cada vez más precaria”, afirma el informe trinacional.
La constante huída de los pueblos indígenas aislados
Los grupos en aislamiento voluntario son pueblos o segmentos de pueblos indígenas que no mantienen contactos regulares con la población mayoritaria y que, además, suelen rehuir todo tipo de contacto con personas ajenas a su grupo, según define el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Para ellos el aislamiento no ha sido una opción voluntaria sino una estrategia de supervivencia. “Viven en constante migración como modo de defensa, esto se debe a los traumáticos contactos que tuvieron previamente y que los llevaron a aislarse”, explica Antenor Vaz investigador especializado en pueblos indígenas en aislamiento y autor principal del informe sobre incendios y PIAs para Land is Life.
Estas poblaciones dependen íntegramente del conocimiento del entorno que tradicionalmente han habitado pero actualmente están expuestas a “una situación de fuga permanente y desesperación”, según cita el informe que achaca las responsabilidades al actual modelo económico. Entre las principales presiones que sufren los PIAs figuran la construcción de carreteras e hidroelétricas, extracciones ilegales de madera o minerales, narcotráficantes o guerrilleros que se esconden en los bosques y selvas, destrucción directa de los territorios donde viven por deforestación e incendios, así como el recuerdo de epidemias pasadas.
“Si hoy la sociedad mundial está sintiendo lo que significa aislamiento voluntario por miedo a contagiarse del coronavirus, la mayoría de los PIAs viven en tal situación desde hace siglos por el miedo constante a morir de cualquier enfermedad externa o a recibir un tiro de un traficante o un maderero que invade sus territorios”, relata Vaz, poniendo el foco sobre la presión psicológica a la que están sometidos. Según añade, algunos grupos pueden incluso optar, en situaciones de amenaza, por evitar hasta los embarazos ya que el llanto de los bebés podría alertar a los invasores.
Las máscaras salvadoras del diablo
Un grupo de bordadores peruanos pasa de coser coloridos trajes a confeccionar barbijos contra los contagios de la covid-19. La suspensión de sus espectaculares fiestas folclóricas les golpea el bolsillo y también el alma.
Las mascarillas están hechas de tela y encima llevan los hilos dorados típicos de las máscaras originales de la Diablada, incrustaciones y el rostro que representa a una deidad prehispánica.
“Nos duele mucho, es como vivir con una espada clavada en el corazón”, cuenta Alfonso Nahuincha con cierta melancolía, desde su casa en Puno, una ciudad enclavada en el sur andino del Perú, frente al lago Titicaca, el cuerpo de agua navegable más alto de mundo (3.812 metros sobre el nivel del mar). Sus palabras suenan sinceras y traen un eco que viene de siglos atrás.
Desde que la pandemia provocada por la covid-19 llegó por esas alturas, hacia mediados de marzo como en todo el Perú, el oficio de bordador de trajes para el riquísimo folclore puneño se ha paralizado de manera dramática. Los numerosos contratos que tenía, para confeccionarlos o alquilarlos, quedaron suspendidos. Y su alma de artesano también sintió el golpe.
Cuando llega la ola
El 15 de julio llegó la ola mayor. Debido al desborde pandémico se suspendió la Fiesta de la Virgen de la Candelaria del año 2021, la mayor celebración de esta región, que se realiza a comienzos de febrero y convoca a miles de bailarines y personas del país y del mundo. Que incluso fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2014.
Alfonso entonces reaccionó de una forma creativa y algo inesperada para resistir: transformó la recargada máscara que usan los bailarines de la Diablada, una de las danzas más espectaculares de este país, en una mascarilla para protegerse de los contagios. Una tradición casi milenaria fue, de pronto, a transformarse en ese atuendo sanitario que hoy se usa prácticamente en todo el planeta.
“Estoy fabricando 400 y ya logré vender unas 60”, comenta. Comenzó a promocionarlas entre las personas que pertenecen a las asociaciones de bailarines, de bordadores o entre los ciudadanos que, durante varios meses, no podrán ver pasar las cuadrillas de danzantes por las calles o los fastuosos concursos que, durante la fiesta, se realizan en el estadio Torres Belón. Este es el mayor recinto cerrado de la ciudad de Puno donde, durante el Concurso de Danzas Autóctonas, pueden presentarse hasta más de 100 grupos, cada uno de los cuales puede tener cerca de 1.000 integrantes. En la Fiesta de la Candelaria de este año 2020, que se realizó casi al filo de la cuarentena, se presentaron 121 conjuntos en este rubro, con las más diversas danzas.
En el Concurso de Trajes de Luces, donde se presentan los grupos de Diablada, o de Morenada y Caporales (otros bailes puneños), los grupos este año fueron 85. Entraron a escena por cientos causando el asombro y devoción de siempre, por la inmensa y desbordante parafernalia que usan, llena de corazas, máscaras y hasta hilos de oro. Una parte baila ahora en los barbijos.
Una tradición casi milenaria fue, de pronto, a transformarse en ese atuendo sanitario que hoy se usa prácticamente en todo el planeta.
Todo eso ahora está suspendido, como también están suspendidas las fiestas que son el mercado de trabajo para los más de 110 talleres de bordadores que hay en Puno, considerada la Capital del Folclore Peruano por su dispendiosa riqueza folclórica. “Nos cayó como un balde de agua fría”, agrega Alfonso, desde esta ciudad donde la temperatura a veces baja por debajo de los 0 grados.
Una herida emocional
La pérdida para Alfonso no solo es monetaria, sino también emocional. “Para mí es mi vida, lo que yo quiero, y por esto tengo que soportar este tiempo”, dice sin perder un aire de esperanza. No son palabras de circunstancia. Puno y todo el altiplano peruano, como el boliviano (especialmente en Oruro), no se entienden sin la Virgen mamita Candelaria y su fiesta.
“Como cualquier acto cultural esto es un juego, y ahora no podemos jugar”, sentencia Edwin Nahuincha, otro maestro bordador de trajes, que no ha incursionado en el negocio de los barbijos. El juego comenzó desde la Colonia cuando los españoles llegaron a estas tierras con sus tradiciones católicas y se encontraron con un mundo que tenía otros referentes espirituales.
Un traje de Diablada en todo su esplendor consta de máscara, espaldar, coraza, pantalón y botas. Cuando la Festividad de la Virgen de la Candelaria en Perú, o el Carnaval de Oruro en Bolivia, se desarrollan de manera normal, son el alma de la fiesta.
Los diablos de la danza de la Diablada, por ejemplo, no son los típicos demonios occidentales que hasta ahora asustan a algunos. Más bien remiten a una antigua deidad prehispánica aún hoy identificada como el Anchanchu, Muqui o Chinchilico, que vive dentro de las minas. A ella, el hombre prehispánico le hacía ofrendas que, según Alfonso, podían ser fetos de alpaca.
La erradicación forzosa de plantaciones de coca en Colombia
El Gobierno de Iván Duque intensifica el combate contra los cultivos ilícitos en la cuarentena, mientras productores cocaleros salen de sus casas a impedirlo y se enfrentan a la Policía. Ya hay dos muertos
Bogotá 2020
Mientras las grandes ciudades en Colombia están volcadas a la crisis del coronavirus, en el campo colombiano se libra otra batalla que ya ha dejado dos cultivadores de hoja de coca muertos y un policía herido. De acuerdo con varias asociaciones de productores, durante la cuarentena el Gobierno de Iván Duque ha intensificado la erradicación forzosa de cultivos ilícitos y los campesinos han salido de sus casas, donde cumplen el aislamiento obligatorio, para evitar que les arranquen las hojas.
Primero fue el indígena Ángel Artemio Nastacuas quien murió en Tumaco, sur del país, después de enfrentamientos con la Fuerza Pública que acompaña a las brigadas encargadas de la erradicación; pero la resistencia se ha presentado en varias regiones. En el otro extremo, en la frontera con Venezuela, otra víctima mortal fue Alejandro Carvajal, un caso por el que se investiga a un soldado que le disparó con su arma de dotación.
La Coalición de Acciones para el Cambio, que reúne a 11 organizaciones civiles del país ha detectado que durante el aislamiento obligatorio por la covid-19, el Ejército ha realizado operativos de erradicación forzada en siete departamentos. La organización solicitó al Ministerio de Defensa que se suspendan para “garantizar el derecho a la salud y a la seguridad alimentaria de las comunidades campesinas”. El Ministerio les respondió que no interrumpirán las operaciones militares.
Colombia tiene 169.000 hectáreas sembradas de hoja de coca, a cierre de 2018, según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de Naciones Unidas (Simci). Dada la magnitud del fenómeno, el acuerdo de paz entre el Gobierno y las extintas FARC contempló un programa de sustitución voluntaria de la coca en algunos de los territorios con más sembrados. Cerca de 100.000 familias campesinas se acogieron a él y arrancaron sus propias matas a la espera de lo prometido por el Estado. Sin embargo, la transición entre la Administración de Juan Manuel Santos y la de Iván Duque supuso un viraje de la política antidroga. El actual Gobierno privilegió la erradicación forzosa en lugar de la sustitución voluntaria, y apostó por el prohibicionismo y el retorno de la aspersión aérea.
El coronavirus no detiene la violencia en Colombia
Desde la frontera con Venezuela, Juan Carlos Quintero, líder de la Asociación Campesina del Catatumbo (Acamcat), cuenta que muchos de los que hoy “se van detrás del Ejército a impedir la erradicación” son campesinos que creyeron en el Gobierno, firmaron los acuerdos colectivos de sustitución de cultivos en 2018 y, tras sentirse abandonados y sin sustento económico, volvieron a sembrar cultivos ilícitos. “En Sardinata, Norte de Santander, departamento fronterizo con Venezuela, son cerca de 1.500 familias productoras de hoja de coca que se habían comprometido a sustituir. Ni el Gobierno de Santos ni el de Duque han hecho la tarea completa ni han cumplido con la segunda parte del proceso”, afirma. Precisamente estos productores llevaban varios días de protesta en las carreteras cuando el Ejecutivo decretó la cuarentena por el coronavirus. Por temor al virus decidieron detener las manifestaciones y aislarse en sus casas.
La preocupación por un posible contagio de coronavirus es otra de las razones que argumentan los pobladores para pedir que se detengan las erradicaciones forzosas. Temen que los erradicadores, civiles contratados por el Gobierno, les lleven el virus desde las ciudades. Y a su manera, intentan protegerse de la covid-19. En El Capricho, un pequeño poblado del selvático departamento del Guaviare, los campesinos instalaron un puesto de control donde desinfectan a los vehículos que abastecen de comida y la ponen en cuarentena durante 12 horas en una casa. En esa zona, como explica Olmes Rodríguez, líder de Asocapricho, antes raspachín de hoja de coca y ahora defensor de bosques, unas 6.000 familias cambiaron sus cultivos de forma voluntaria pero luego no les cumplieron con el dinero para el recambio a otros productos.
La realidad es similar en los departamentos de Córdoba, Chocó, Cauca y Caquetá, pero en otras zonas como Putumayo y Nariño, en frontera con Ecuador, la violencia de los grupos armados suma dramatismo a la ecuación. Durante los primeros días de la cuarentena fue asesinado en Putumayo, Marco Rivadeneira, uno de los líderes más visibles de la sustitución de cultivos ilícitos. Los armados les cobran a los líderes haber intentado abandonar la hoja de coca. Y en Nariño, los choques entre los cocaleros y el Ejército cada vez son más fuertes. “Nunca la erradicación forzada va a ser la salida para enfrentar este flagelo, la violencia siempre va a generar más violencia. Hoy tenemos que enfrentar el riesgo de una pandemia como la covid-19, las amenazas por la presencia y el accionar de los grupos armados ilegales y las agresiones desmedidas contra los indígenas”, expresó a través de un comunicado la Unidad Indígena del Pueblo Awá y exigió investigaciones tras la muerte de su compañero en el cultivo de hoja de coca.
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SALVADOR MILLALEO, ABOGADO MAPUCHE: “La nueva Constitución chilena debe resolver la exclusión política del pueblo mapuche”
A menos de dos meses del plebiscito constitucional, el académico mapuche dice que “Chile puede tener su propia ruta hacia la plurinacionalidad”
Santiago De Chile SEP 2020
Chile se prepara para el plebiscito constitucional del 25 de octubre, cuando determinará si reemplaza o no la Constitución vigente desde 1980, redactada durante la dictadura de Augusto Pinochet. Los más de 14 millones de ciudadanos habilitados para votar, además, decidirán quiénes la redactarán: si 155 personas especialmente elegidas o una convención mixta, compuesta también por parlamentarios. A menos de dos meses del referéndum, existe un asunto central que todavía no ha sido resuelto por el Parlamento chileno: si los pueblos indígenas, que representan el 13% de la población, tendrán o no escaños reservados en el órgano de decisión. Justamente cuando en la Araucanía se vive una nueva escalada de violencia –con camioneros protestando por seguridad, bloqueando rutas y poniendo en peligro el abastecimiento–, la representación de los mapuches en una posible asamblea es un aspecto de especial relevancia para quienes apuntan a desactivar el conflicto atacando una de sus causas remotas: la exclusión política.
Es lo que explica el abogado mapuche Salvador Millaleo (Talca, 1973), uno de los más reconocidos expertos en asuntos indígenas, integrante de diversos grupos que ya debaten sobre los contenidos de una eventual nueva Constitución. Militante socialista, académico de Derecho de la Universidad de Chile con doctorado en Sociología en Bielefeld, Alemania, indica que de los 155 convencionales de la eventual convención constitucional –la opción que ganaría, de acuerdo a las encuestas–, deben sumarse 23 representantes de los nueve pueblos originarios.
“Lo central es que se asegure la participación a través de un principio de justicia política. La de las mujeres fue asegurada por la paridad, porque representan la mitad de la sociedad. En el caso de los pueblos indígenas, por lo tanto, debe corresponder a su proporción demográfica, el 13%”, explica Millaleo, al teléfono desde su casa en el municipio de La Florida, en la zona sur de la capital, Santiago. “El problema es que en Chile nos han acostumbrado a pensar que los pueblos indígenas son el 2% o 3%, porque vivimos en una sociedad que quiere pensarse a sí misma como no indígena. Pero es un porcentaje muy relevante, parecido al de México, que está en algo más del 15%”, reflexiona.
Si no es así, el proceso constituyente quedaría “bastante cojo”, según Millaleo, que informa que del 13% de población indígena que tiene Chile, un 10% es mapuche (es decir, unos 1,7 millones de personas). “Uno de los motivos declarados del estallido social de octubre pasado en Chile fue la exclusión de los pueblos indígenas. En las calles, la bandera mapuche fue la más usada, el símbolo de todo el resto de las injusticias. Por lo tanto, sería poco explicable que en una nueva Constitución –un proceso que se abrió justamente a causa de este movimiento de protesta–, no hubiese una preocupación central por la representación de los pueblos originarios”. Para el abogado, que integra como consejero el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), en octubre “se produjo una suerte de empatía” entre los chilenos y las etnias originarias: “Todo lo que denunciaban los mapuches –las agresiones por parte de carabineros, las violaciones de los DD.HH., la represión innecesaria– los manifestantes lo vivieron en carne propia en el estallido social”.
Ciudadanos de segunda categoría
El abogado hace historia y se remonta a la formación del Estado. Explica que se trata de “un problema político, de poder, entre la sociedad chilena y el pueblo mapuche y que, por lo tanto, debe resolverse como tal”. De acuerdo con Millaleo, lo que ha ocurrido hasta ahora es más bien una exclusión de los pueblos indígenas: “Nominalmente son ciudadanos, pero la forma en que se construyó el Estado determina que son de segunda categoría y que para ser plenamente chilenos, tienen que dejar de pertenecer a su pueblo”. Es un asunto que está en la raíz de todos los conflictos, según el académico: “Si bien hay pobreza y violencia étnica, ambas han sido más bien una consecuencia de la exclusión política. Por ello, la nueva Constitución chilena debe resolver la exclusión política del pueblo mapuche y de los otros pueblos originarios”.
Chile tuvo una historia común con otros Estados coloniales. Pero a diferencia de otros países como Estados Unidos y muchos latinoamericanos, “Chile no logró consolidar un momento para empezar a revertir esta historia”. Por el contrario, señala Millaleo: “Los países democráticos comenzaron a compensar a los pueblos indígenas, a restaurar sus instituciones, a respetar sus culturas y –si bien en todas partes hay desigualdad–, los Estados han generado políticas inclusivas”. Sucedió en Latinoamérica desde los años ochenta, cuando Nicaragua debutó con una Constitución avanzada respecto de sus etnias. En paralelo, sin embargo, en Chile hace cuarenta años nacía la Carta Fundamental vigente. “La Constitución de 1980 fue mucho más rígida que todas las otras constituciones y no ha permitido hasta hoy un reconocimiento institucional de los pueblos indígenas. Su modelo neoliberal ha profundizado la pérdida de tierras y el empobrecimiento”.
Millaleo se refiere al modelo económico extractivo que empujó la dictadura militar y a la instalación de las forestales, mineras, salmoneras, pesqueras que, desreguladas, generan desarrollo económico, pero muy desigual: “Perjudican a muchas comunidades y al entorno natural y profundiza un conflicto de raíces históricas profundas”, cuya expresión más visible en los últimos años es la lucha por las tierras, dice. El abogado reconoce que los gobiernos de la democracia realizaron avances desde 1990, pero que “la elite no ha tenido la decisión de terminar con la exclusión”. “Si se afirma querer erradicar la violencia, el sistema político chileno debe abrir un camino a una solución genuina, porque los que ha abierto hasta ahora, en lugar de resolver el conflicto, lo escala aún más”, indica.
Tres indígenas mueren por disparos de la policía en Perú
Las muertes se producen durante una protesta contra el Estado por falta de atención en salud en la Amazonía
Un grupo de indígenas llevaba seis días de protesta contra el Estado en la región amazónica de Loreto, debido a la falta de atención de salud y medicinas en plena pandemia. “Amigo policía, la huelga no es contigo”, clamaban desde el primer día. La mayoría eran jóvenes de la etnia kukama. Al no obtener respuesta del Estado, la noche del sábado los manifestantes amenazaron con ocupar la sede de la empresa canadiense Petrotal, que opera en esa zona petolera. La madrugada del domingo, día internacional de los pueblos indígenas, la policía antimotines mató a tres manifestantes e hirió a otros diez, cuatro de los cuales están en estado crítico, según las autoridades sanitarias locales. Seis policías resultaron heridos.
El Ministerio de Interior reportó que unas 70 personas se apostaron el sábado por la noche en la entrada de la empresa petrolera, ubicada en el Lote 95. Según la versión oficial, algunos pobladores usaban “retrocargas (perdigoneras) y demandaban la paralización de las labores del campamento petrolero”.
Interior señaló que “al no llegar a un acuerdo, los pobladores habrían realizado disparos impactando en un efectivo policial”. El presidente de la Organización Regional de los Pueblos Indígenas del Oriente (Orpio), Jorge Pérez, rechazó que los manifestantes portaran armas. “Nadie llevó ningún tipo de arma, como siempre en todas nuestras luchas se han usado lanzas, que son herramientas de defensa tradicional. Por eso estamos pidiendo que la fiscalía haga una investigación sobre estas muertes, nosotros como federación indígena también vamos a investigar”, comentó desde Iquitos, capital de Loreto.
”Es una mentira, los policías han lanzado una especie de bombas en la oscuridad, por eso entre ellos se han herido. Nosotros solamente hacemos la protesta con lanzas. Siempre es así: cuando queremos hacer un bien para nuestros hermanos somos vulnerados, nos responden así. Si no salimos a protestar nunca nos contestan: siempre vivimos abandonados, nos insultan que somos unos indios”, relató a EL PAÍS Agnita Saboya, presidenta de la Organización de Mujeres Indígenas del Marañón, quien participó de la protesta desde el miércoles.
Saboya, de 38 años, es una indígena del pueblo kukama que vive en la comunidad nativa Cuninico, afectada en 2014 por un derrame petrolero del Oleoducto Norperuano. En solidaridad con las comunidades cercanas del Lote 95 se sumó a los reclamos, pese a que vive lejos de allí. “Desde mucho antes de la pandemia vivimos con enfermedad y el Estado no nos apoyaba con nada”, añadió la lideresa.
Loreto fue la región amazónica cuyo sistema de salud colapsó a inicios de mayo debido a la alta propagación del nuevo coronavirus, la precariedad de los establecimientos sanitarios, la falta de oxígeno y de equipos de bioseguridad, y el contagio del personal médico.
En la provincia de Requena, donde se ubica el Lote 95, la mayoría de la población es indígena. Según la Dirección de Salud de Loreto, hasta el 7 de agosto eran 935 personas infectadas en Requena, y 80 en el distrito de Puinahua, donde se ubican las comunidades cercanas al lote petrolero.
Demandas no atendidas
El presidente de Orpio explicó que aunque el Lote 95 es de reciente operación y no hay derrames de petróleo, está pendiente una agenda que el Estado no ha cumplido desde 2018. ”En la cuenca del río Puinahua no hay ningún apoyo directo ni en la pandemia ni en otro momento. El petróleo sale de acá pero es un abandono total, a raíz de eso las comunidades han planteado que un 5% de la producción del hidrocarburo se pueda destinar a algún mecanismo para la lucha contra la pobreza. Han pedido reuniones, llegó la pandemia y se ha suscitado la represión”, anotó Pérez.
”La atención médica ha sido pésima, escasa e inoportuna. Aún no termina la pandemia, y en la cuenca del río Urituyacu los niveles de la enfermedad están muy fuertes, todo esto se agudizó con los impactos de la explotación petrolera. Por eso las comunidades afectadas por la contaminación y la falta de remediación de los pasivos ambientales se han solidarizado con este pedido de la población cercana al Lote 95″, refirió el líder de Orpio.
El defensor adjunto de conflictos sociales, Rolando Luque, dijo a EL PAÍS que en abril de 2019 la Defensoría del Pueblo registró la plataforma de lucha de las comunidades cercanas al Lote 95. “Los pedidos son principalmente dirigidos al Estado: sobre construcción de establecimientos de salud, instalación de energía eléctrica, entre otros. Pero no se han dado pasos concretos en ese plan de cierre de brechas anunciado por el ex primer ministro Vicente Zeballos”, detalló.
“Es lamentable la respuesta del gobierno peruano en el día de los pueblos indígenas, estamos de luto por tres hermanos que han caído pidiendo atención sanitaria”, declaró a este diario Lizardo Cauper, presidente de Aidesep, la principal organización de pueblos amazónicos. La tarde del domingo, una comitiva encabezada por el ministro de Cultura, Alejandro Neyra, integrada por un funcionario del Ministerio de Energía y Minas y otro del Ministerio de Salud viajaron a Loreto para dialogar.
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