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LA AUTORIDAD TERAPEUTICA Y LA PRODUCCION DE ESQUEMAS INTERPRETATIVOS DEL SUFRIMIENTO

Lic. Bárbara Galarza

Departamento de Antropología Social - Facultad de Ciencias Sociales (UNCPBA). Av. Del Valle 5737 Olavarría. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Recibido 16/04/2012.

Aceptado 24/05/2012

 

“En su acercamiento al sufrimiento psíquico, los psicoanalistas –para quienes el auto-conocimiento es esencialmente bueno-, son los clérigos de una era secular"

Andrew Lakoff

 

RESUMEN

El propósito del presente trabajo es explorar las prácticas de tratamiento que tienen lugar en contextos terapéuticos de pequeños grupos cuya fundamentación teórica es preponderantemente psicoanalítica y su práctica de intervención grupal-familiar. El tipo de terapéutica observada y analizada pertenece a un servicio de internación municipal en una ciudad de rango medio de la provincia de Buenos Aires.

El análisis de la práctica terapéutica, a nivel de la interacción microsocial entre dolientes y sanadores, señala la manipulación de dispositivos interpretativos en la situación terapéutica que tienen por objetivo el alivio del sufrimiento. El principal dispositivo del que nos ocuparemos aquí es el de la autoridad terapéutica que ejerce el sanador sobre la narrativa del padecimiento psico-emocional.

Palabras clave: prácticas terapéuticas; autoridad terapéutica; sufrimiento

ABSTRACT

The purpose of this paper is to explore the treatment practices that take place in therapeutic contexts of small groups whose theoretical foundation is predominantly psychoanalytic and its intervention practice takes place in family-groups. The type of treatment observed and analyzed belongs to a local hospital service in a middle range city in the province of Buenos Aires.

The analysis of the therapeutic practice at the level of micro social interaction between patients and healers, shows the manipulation of interpretive devices in the therapeutic situation which aim to relieve suffering. The main device which will be discussed here is the therapeutic authority exercised by the healer onto the narratives of psico-emotional disease.

Keywords: therapeutic practice; therapeutic authority; suffering.

 

INTRODUCCION

Primero hay que saber sufrir, nos recuerda y advierte el tango[1]. ¿Por qué? ¿Acaso a sufrir se aprende? El sufrimiento es universalmente inherente a la experiencia humana. Diferentes sociedades han desarrollado particulares representaciones y diversas prácticas para tratar de aliviarlo. En el presente trabajo[2] nos ocuparemos de un tipo de sufrimiento que la sociedad occidental moderna identifica como un comportamiento indeseable y trata como una patología: la enfermedad mental.

Todas las sociedades humanas reconocen ciertos rasgos, comportamientos, situaciones como, en primer lugar, “deseables” o “indeseables”, en segundo lugar, como sancionables o no sancionables y, finalmente, “curables” o “incurables”. En esas designaciones se juegan categorías de lo reversible y lo irreversible que forman parte de las dinámicas sociales que regulan el proceso salud/enfermedad/atención (Menéndez y Di Pardo, 1996). Si algo es curable es reversible. Si es crónico, es una sentencia. El modo de concebir y “atender” uno y otro estado difiere, lo cual señala el poder que las representaciones de lo patológico tienen en la sociedad. Lo patológico resulta en tal sentido una metáfora que habla de la sociedad y de su regulación social. Lo patológico viene a irrumpir en el “buen” y “orgánico” fluir de la vida, para colocarnos en una situación de diferencia y alteridad que no sólo interpela al portador de la etiqueta (“loco”, “depresiva”, “psicótico”, “esquizofrénico”, “adicto”, etc.) sino también al grupo que lo etiqueta.

El proceso de medicalización de la vida en el mundo occidental moderno ha expandido el universo de lo patológico a cada vez más situaciones, comportamientos y actores (Beck, 1998; Friedson, 1978). Ya sea con nuevas enfermedades o con nuevas formas de medir la salud, el cuerpo se ve cada vez más intervenido por el discurso médico y su práctica (Foucault, 2008). La perspectiva que aquí adoptamos reconoce la hegemonía de dicho proceso pero también la construcción (y por tanto, reversibilidad) de los procesos sociales que conforman lo que Eduardo Menéndez ha denominado el Modelo Médico Hegemónico (Menéndez, 1994). Los principales rasgos que tendremos en cuenta son la biomedicalidad y la bio-comunicabilidad (Briggs, 2005) con la que el modelo se reproduce y “traduce” su racionalidad “técnica” a un lenguaje “lego” y popular.

 

“¿QUE LE DUELE?” SUFRIMIENTO, DOLIENTES Y TERAPEUTAS

Si bien la racionalidad que reproduce el modelo biomédico es en esencia biologicista, considerando que el malfuncionamiento del cuerpo depende exclusivamente de su biología, parte de su éxito y eficacia es eminentemente simbólica, es decir, plantea su ámbito de intervención en la representación misma y en las relaciones entre representaciones. Vale aclarar, que aquí no se plantea que la biomedicina no cure lo orgánico, por ejemplo, al administrar medicamentos anti-psicóticos, anti-depresivos, etc., sino que creemos que parte de esa cura consiste en “regular”, transformar o reforzar los marcos interpretativos subjetivos de la experiencia del sufrimiento.

La dimensión experiencial del padecimiento es parte constitutiva de nuestro enfoque, pues no sólo se tiene una enfermedad, sino que se está enfermo. El lenguaje mismo da cuenta del carácter total y profundo con que se vive la experiencia del padecimiento. La noción de sufrimiento social (Kleinman) intenta dar cuenta de la construcción social de la experiencia subjetiva de actores que se encuentran en situación de desventaja y vulnerabilidad estructural. Para nuestros  interrogantes específicos en torno a la “biomedicalidad” de la enfermedad mental, rescatamos la aproximación al sufrimiento de Tanya Luhrman en “Of two minds” (2000), donde la autora analiza la construcción del carácter orgánico de las patologías psiquiátricas en la sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XX e identifica dos modelos de “mente” en pugna, es decir, dos racionalidades que se presentan como modelos de interpretación del “desorden psíquico”. El modelo orgánico propio de la psiquiatría biomédica tiende a excluir del dominio de lo humano al sufrimiento psíquico por lo que subestima la importancia de encarar significativamente -esto es, intentando dar significado- a dicha experiencia. Por ello, resulta central a nuestro enfoque la distinción que hace Luhrmann de la enfermedad mental como ontológicamente diferente a otros tipos de enfermedad (Luhrmann, 2000). Así propone una categorización del sufrimiento que denomina sufrimiento esencial (lo que forma parte de la persona) y sufrimiento contingente[3] (externo a la persona, aquello que no se puede prevenir ni sobre lo que tiene poder). El sufrimiento esencial es inherentemente humano, y algo sobre lo que el hombre necesita tener responsable para “convertirse potencialmente en su amo”. La religión, por ejemplo, resulta ser un esquema cognitivo con el cual encarar el sufrimiento esencial, pues con ella aprendemos a aceptar ciertas “luchas” como formando parte de nuestra persona[4]. En cambio, la medicina trata del sufrimiento contingente, aquello que nos es externo (los virus, los accidentes, las intoxicaciones) y sobre lo que técnicos y profesionales tienen poder de predicción, tratamiento, resolución o alivio.

Estas nociones nos permiten sumergirnos en el clásico problema de la curación, y su eficacia simbólica (Lévi-Strauss, 1968) formulándonos la pregunta de ¿quién puede definir lo que es esencial o contingente? ¿quién se arroga ese poder de definición? Nuestra hipótesis es que la práctica terapéutica es una situación en la que participan actores sociales en calidad de dolientes y curadores, que puede ser entendida como un acto ritual que tiene por objetivo convertir el sufrimiento contingente en sufrimiento esencial a través de la incorporación de esquemas interpretativos “adecuados”.

La patología mental nos exhorta a hablar de sufrimiento humano. No sólo en un sentido ideológico sino también conceptual. En realidad, todas las enfermedades lo hacen. ¿Quién podría poner en duda que enfermedades como el cáncer no se experiencian con gran dolor? Sin embargo, de acuerdo con nuestra perspectiva, ese sufrimiento es socialmente diferente al de la enfermedad mental. Y tal diferencia reside en los marcos interpretativos con que la cultura permite a los actores vivir el proceso de la enfermedad y su atención. La enfermedad mental no es rotundamente biologizable. Por lo tanto, su bio-medicalidad, entendida ésta como la cantidad de oportunidades que encuentra un elemento para ser incorporado a un marco explicativo propio de la constelación simbólica de la bio-medicina, se encuentra en una arena de racionalidades en pugna. Algunas de las situaciones en las cuáles esas racionalidades entran en interacción y son resueltas de un modo provisorio es con la hegemonización de la palabra por parte del profesional-curador y la consolidación de su autoridad terapéutica en un contexto colectivo de tratamiento. De este modo, la estructuración del relato sufriente se co-construye en la oralidad de la asamblea multifamiliar[5].

“Yo voy a proponer una hipótesis” -dice el terapeuta ante su auditorio de pacientes y familiares (alrededor de 20 en total). Antes se había producido un silencio de un par de minutos luego de un episodio de denuncias y agresión entre pacientes, donde evidentemente uno de ellos estaba faltando a la verdad y permanecía silenciosamente compungido con la cabeza gacha- “Yo creo que Estela no come y miente acerca de la comida porque en algún momento se sintió gorda de sufrimiento. No? Estela?”. El silencio de la paciente no se quiebra y el terapeuta continúa así hablando al resto de los pacientes acerca de Estela. Fabrica imágenes y metáforas que hablan de un cuerpo flaco/gordo de dolor que nos “hace hacer cosas que no queremos”. Porque “cuando nos sentimos solos, el inconsciente puede traicionarnos a nosotros mismos” “Pero lo que soluciona las ideas malas es que uno va descubriendo que puede hablar con otros”. No saber pedir ayuda y pensar cosas distintas para despegarse del síntoma es la principal “enseñanza” de este curador psicoanalítico. Pero ¿Cómo se produce una re-estructuración cognitiva semejante? ¿Cómo es que el pensamiento puede cambiar así y hacernos pasar de un estado de malestar emocional a uno de “salud mental”?

LA AUTORIDAD TERAPEUTICA Y LA PRODUCCION COLECTIVA DE RELATOS SUFRIENTES

Decíamos al comienzo, coincidiendo con Tanya Luhrmann, que existe un sufrimiento esencial que parece reducirse, a partir del desarrollo de la modernidad, al proceso de medicalización y psiquiatrización de la vida. Cuando esas constelaciones emocionales se vuelven objeto de intervención biomédica, algo eminentemente humano e importante se pierde en dicha transacción: la posibilidad política de hacerse cargo de la propia persona.

Nuestro enfoque no busca hacer coincidir la biomedicina al psicoanálisis. Evidentemente si bien sus fundamentos no son contradictorios (y al respecto mucho se ha dicho de la base neurofisiológica que tendría el inconsciente para Freud), sus prácticas sí son diferentes y plantean sujetos diferentes. Sin embargo, al formar parte de un mismo modelo de atención de la Salud Pública en lo local, sus intervenciones comparten dimensiones comunicacionales que señalan una arena de luchas en la Salud Mental que se expresa en la “falta de acuerdo” entre pacientes y pacientes y terapeutas en torno a lo que efectivamente enferma al paciente.

En una asamblea un paciente expresó en una ocasión que lo que le dolía era estar medio “chiflado” y medio enfermo. Experimentar ambas cosas al mismo tiempo lo cansaba y lo desorientaba mucho. No sabía si lo que le pasaba desde hacía tantos años le pasaba por “soledad”, “por el alcohol” o por lo “desprotegido” que estaba. Esta desorientación encontró expresión en otros miembros-pacientes de la terapia, quienes dijeron “no poder encontrarle la vuelta a la vida”, “sentirse desvalorizado”, “sentirse fundido, tanto en lo económico como persona”, “vivir enfrascado en cómo hacer plata, hasta que perdí el trabajo y me vine abajo”. Es decir, sobre el primer relato sufriente se montaron una serie de otros relatos que vinieron a coincidir y complementar la experiencia de la enfermedad, tanto en sus aspectos de vivencia más íntima como de sus causas y/o consecuencias económicas y laborales.

A partir de estos fragmentos de relatos, se va construyendo una narrativa que es más grupal que individual. El terapeuta habilita la intervención de pacientes que están callados preguntándoles cómo se sienten y cercenando o regulando la de aquellos “demasiado participativos” de manera sutil. Las intervenciones del terapeuta completan, concluyen e interrumpen los discursos de los pacientes. Estos discursos tienen una cadencia especial –podríamos decir que son un poco más lentos que los parámetros de habla “normales”-, lo cual hace parecer los “cortes” del terapeuta como menos bruscos y abruptos que si se realizaran en una conversación cotidiana. Así, los intercambios lingüísticos entre terapeutas y pacientes se desarrollan de un modo tal que parecen orquestados. El doliente comienza un relato y el terapeuta lo concluye, lo interpreta, enlazándolo de ese modo a una red significativa que va a ordenando ciertos comportamiento como formando parte de determinadas categorías.

En primer lugar, los pacientes ofrecen sentimientos y emociones de angustia, enojo y dolor. El terapeuta completa esas imágenes ofreciendo otras de su “propia fabricación” que resultan interpretaciones tranquilizadoras del desorden, tales como, “entonces, podríamos decir que nos sentimos así cuando…”, o “quizás lo que nos pasa es que…”, o “a veces los demás nos ven así porque…”. La estructura de estas frases es semejante. Comienzan con conectores lógicos de causa que se matizan o “suavizan” con adverbios o frases adverbiales que expresan duda (“quizás”, “puede ser”, “de todos modos”). Sólo cuando los pacientes no cesan en sus interrupciones o digresiones, afectando la participación del resto del grupo, el terapeuta desliza la posibilidad de que ese paciente deje de participar de la reunión y de que incluso se lo medique. En las ocasiones que pude observar este tipo de dinámica, la amenaza del “chaleco” químico resultó siempre eficaz para hacer que el paciente cesara en su habla y se mantuviera callado.

De todos los intercambios que se dan en el contexto terapéutico hay una pregunta que causa en el terapeuta una exigencia particular, y lo hace cambiar el tono de sus respuestas, dejando de lado sus “hipótesis de sentido común” y acudiendo a la ciencia para responderla. Esa demanda en la voz de los pacientes podríamos resumirla en la siguiente oración escuchada en diferentes asambleas: “esto que tengo, que me está pasando ¿se cura? ¿o no se cura?” En una situación tal, el terapeuta explicitará su rol de “traductor” entre un saber y un lenguaje especializado y científico (el de la Psiquiatría y el Psicoanálisis) y el de su audiencia, señalando que sobre lo que hay que “operar” para “sentirnos mejor” es “algo” que “ahora la tecnología nos permite ver en el cerebro: el inconsciente”. En otras palabras, y según su propio enfoque, “lo que cura es el encuentro con el otro, porque así de a poco vamos accediendo al inconsciente, que es lo que hay que transformar, aunque Freud no lo dijo así esa es la idea”. De este modo, el curador responderá positiva y optimistamente a las exigencias de sanación de su auditorio, pero lo hará estableciendo la necesidad de su rol de técnico-traductor de fuerzas ininteligibles (las del inconsciente) para el sentido común.

Por lo tanto, la construcción de la autoridad terapéutica que se da en el contexto de la terapia grupal de la “asamblea” guarda estrecha vinculación con la posición de  subordinación que los mismos pacientes introyectan y expresan. Así la función jugada por el terapeuta-coordinador de la terapia señala semejanzas con el modo en que otras terapéuticas, incluso más tradicionales, entienden la relación sanador-doliente. El terapeuta ve esta relación, tal como plantea la psicología psicoanalítica, como una relación asimétrica, semejante a la relación padre-hijo. En sus propias palabras, “es el paciente el que necesita un padre y pide un padre mientras está enfermo”.

En este sentido y como resultado de los intercambios entre dolientes y curadores en la situación terapéutica encontramos interiorizaciones de relaciones de autoridad que constituyen verdaderas construcciones imaginarias. En el discurso de los pacientes estas relaciones se encuentran expresadas en enunciados que consiguen volver personal el discurso institucional:

“Si no cumplo las reglas acá adentro tampoco las voy a cumplir afuera, hay que cumplir las reglas del hospital” (paciente de 47 años, internado por alcoholismo, hace 4½ años que ingresa y egresa recurrentemente de la institución, cuenta con un seguro de desempleo)

“Yo no voy a decir que estoy bien, voy a esperar a que el médico o el psiquiatra me diga ‘Ud., señora, está bien’” (M., 50 años, ama de casa, internada por depresión, hace 2 años que asiste a las reuniones)

La dinámica particular planteada por esta terapia, nos permite vislumbrar un tipo de mediación imaginaria muy importante en los tratamientos, y en el proceso de construcción de la  autoridad profesional. En los discursos y en las prácticas podemos observar el efecto de una categoría de sentido práctico, en el sentido bourdiano del término, respecto al contenido de la relación médico-paciente, volviendo así una relación de autoridad imaginaria, en una relación de asimetría real. Esto significa que el ejercicio de autoridad que se desarrolla en la situación terapéutica está fundamentado desde la propia formación psicoanalítica del profesional, o como diría Menéndez, desde su práctica teórica (Menéndez, 1980). Como “un padre”, a medida, que los distintos y particulares comportamientos se sucedan y se relaten en la reunión, él adoptará desde una actitud amorosa-comprensiva hasta una actitud más rigurosa-autoritaria.

CONSIDERACIONES FINALES

Puesto que la educación y la curación, en tanto, procesos sociales de reproducción comparten visiones del mundo que son transmitidas y re-elaboradas constructivamente por cada sujeto, la “correcta” adquisición de marcos narrativos e interpretativos por parte del doliente es un aspecto del tratamiento de suma importancia para el alivio de los padecimientos o malestares psico-emocionales. Lo que sucede en ese momento “de charla”, de “simples” actos del habla, subestimada no sólo por los dolientes sino también por otros miembros de la jerarquía institucional (como psiquiatras, médicos y enfermeras) en relación a la práctica biomédica preponderante que constituye la administración farmacológica, es de fundamental importancia para la eficacia del proceso terapéutico.

Los modos y grados ostensivos o sutiles de ejercer la autoridad y de mantener un cierto nivel de asimetría en la relación terapeuta-paciente contribuyen al proceso de interpretación del sufrimiento y a la construcción de narrativas que lo ordenan y lo enmarcan. La apelación al discurso científico es uno de los elementos frecuentes en los intercambios entre dolientes y curadores, especialmente cuando la exigencia sobre la eficacia curativa del tratamiento se agudiza. Pero la apelación al sentido común también ocupa un lugar importante a partir de las metáforas desplegadas en la situación colectiva.

En primer lugar, advertimos que cuando el intercambio terapeuta-paciente parece alcanzar una reciprocidad alta, una igualdad de status entre ambos actores, el terapeuta toma un poco de distancia del sentido común y recurre a conocimientos científicos para responder a los cuestionamientos de su auditorio. Y que cuanto mayor es la demanda y exigencia de éste, superior es la referencia al discurso científico. Esto tiene por efecto recordarle al doliente que él, el curador, posee unos conocimientos y una formación que él no tiene, conoce cosas de su anatomía y su psiquis, que le permiten deducir enunciados acerca de su condición.

En segundo lugar, observamos que de manera complementaria, pero también contradictoria, al mismo tiempo que se negocia la relación de autoridad entre los participantes y el coordinador y las condiciones de legitimidad de los diferentes discursos se generan mecanismos de solidaridad grupal. En este sentido, consideramos que existe un nivel de la interacción social que se produce en la situación terapéutica, en el que el ejercicio del control sobre el mensaje tiene por efecto mantener la solidaridad grupal y contribuir a una disposición emocional colectiva.

Resignamos para futuros trabajos, por falta de espacio aquí, nuestro interés en identificar y analizar algunos aspectos de la dimensión ideológica del dispositivo terapéutico utilizado en terapias grupales. Hemos observado, que cuando terapeutas y pacientes interactúan en el contexto terapéutico, lo hacen bajo una cierta “normalidad” ideológica que permite la comunicación y que supone un plano cognitivo y valorativo en el cual todos los participantes se refieren a los mismos significados (Menéndez, 1980). Dicha “normalidad” es utilizada en el espacio manicomial como una mediación simbólica para producir cambios en el paciente que contribuirían a su pasaje de estado patológico=enfermo a sano=autónomo.

BIBLIOGRAFIA

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FOUCAULT, M. 1986. El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica. DF, Siglo XXI.

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NOTAS



[1] Letra de del tango “Naranjo en flor” del año 1944. Letra: Homero Expósito. Música: Virgilio Expósito. Las estrofas del estribillo dicen: “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir, y al final andar sin pensamiento”.

[2] Volcamos en este trabajo referenciaciones empíricas de nuestra investigación “El orden sanitario y el sistema local de atención en salud mental. Refuncionalizaciones del Modelo Médico Hegemónico”, realizada como tesis de Licenciatura en Antropología Social en la FACSO-UNICEN, entre 2007 y 2010. La muestra constó de observaciones participantes en encuentros terapéuticos (asambleas multifamiliares) llevados a cabo en la institución de internación psiquiátrica local durante aproximadamente un año.

[3] “Essential and inessential suffering” en el original en inglés.

[4] La noción de persona empleada aquí tiene en cuenta el desarrollo de la filosofía griega y la perspectiva etnográfica y analítica que a partir de ella desarrollara Erving Goffman (1980). Ver también la noción de persona en Marcel Mauss (1938)

[5] Nombre con que se denomina a la terapia grupal en el contexto institucional.



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